lunes, 15 de enero de 2007

una casa de fieras

Bajamos por los huecos de la noche
descendimos a la cripta maldita
sosteniendo sus bóvedas con las manos
golpeando la cabeza
con sus chillidos
cánticos ensordecedores.
Con sólo más razones para no deshacer el camino
con el cuerpo embotellando licores,
y ardores
de todo tipo,
en busca del siguiente peldaño,
del siguiente escalón del averno
de las calaveras atusándose el tupé
y las caderas,
a la vista,
desencajadas del esqueleto bailongo,
cementerio rocanrolero
de quienes se empeñan aún
en guardarse un tímpano maltrecho
y media neurona sobria.
Y el sol tiene miedo de acostar a los monstruos,
así es que el día retrasa su llegada
pero ya no importa salir de la noche
cuando su negritud
es sangre en el cuerpo podrido
en las colillas de las venas
en los ojos desenfocados.
Y cuando las lenguas ásperas
buscan rascar el reloj
y adivinar su suerte
se encuentran entre bocas negras
equivocadas,
embriagadas de trabas
entre los dientes.
Nadie sabe a nada.
Es la pintura del último carnaval
la que deja entrever deseos
y pánico.
Nadie sabe nada.
Son las treguas del portal
las que aclaran
y apagan
el muérdago en llamas.
La resaca es la del mar,
los recuerdos
son las piedras del zapato.
Aquello que parecieron besos,
besos feos y ruidosos,
son migrañas de labios aturdidos,
malentendidos.
En la risa de la luz destructora
se traduce, siempre vilmente,
la noche anterior:
oscuro
ósculo.
Y un receptor murciélago
sin consonantes.
Bajo las uñas,
restos de la lucha
por desentenderse
para entenderse.
Hasta el próximo empujón ebrio,
escaleras abajo,
highway to hell,
mejor no verse.